El verano del incendio

No soy de playa y ésta me queda a unas escasas estaciones de metro. Es más, a veces siento que el salitre de su cercanía es lo que ha venido a sustituir mis antiguos días de smog y claxon de ciudad fúrica. Supongo que esa es la penitencia que acompaña mi nacimiento en una gris ciudad. 

Tercer verano. Uno más caliente que el otro. Lo sé porque, además de lo que dicen los telediarios, predigo menos cuántos litros de sudor bajan desde mi frente y mueren cual grito ahogado en el pecho. La sensación de estar pegajosa todo el día será más latente y seguramente menos soportable.

Nos arrinconamos en la sombra para huir del sol después de haber pasado toda la mañana queriendo que éste nos dore la piel para volver a casa con la marca vacacional. Así es vivir en el Mediterráneo. 

Apenas caminar dos calles escucho las diferentes conversaciones con idiomas que, de tantos que son, no puedo distinguir el emisor. Miradas perdidas que buscan el parque o el metro para bajar al centro y mezclarse con otros tantos idiomas que terminaran siendo una nube de ruido; la única que acompañará al sol de verano. 

No he caminado mucho y ya siento la espalda empapada. Mi vestido se ha fusionado con mi piel. Tres veranos y sigo sin acostumbrarme a esa pesadez, no tengo prisa pero tampoco ganas. Y a pesar de todo, camino por las calles de la ciudad. Miro las terrazas rebozando, las tiendas de rebajas con ropa de uniforme, la cerveza calentándose en las mesas y esas tapas más secas que un mal invierno. ¿Cuál es la canción del verano? Me perdí hace mucho el hit del momento así que no sé qué se baila en la playa.

La filas dejan de tener caras, sólo cuerpos que, también, son una masa. Una masa que suda perfumes extraños y risas cruzadas. 

Así es vivir en el Mediterráneo.

Mediterráneo, mediterráneo, mediterráneo… mi palabra favorita hace unos años, la decía tres veces y me calmaba. Su sonido me daba la sensación de tranquilidad, así como el personaje de LeClézio. Pero el Mediterráneo y sus olas tienen muchas caras y te engullen en cualquier estación del año. Luego aparto la vista de la marea y me enfoco en un punto en la pared fea del bar chino donde me metí porque la nostalgia y los turistas blancos, sedientos de chupar el sol o lo que encuentren, siempre cansan. Ahora entiendo todo porque los presentes hablan mi idioma y el otro que también hablo. Entro en el cotilleo de las viejas, los viejos y el olor que desprenden después de su tercer chupito de algún licor que desconozco. 

En realidad pongo atención, me río y finjo que soy parte de esas conversaciones tan divertidas. Cruzo miradas con alguno que ya notó mi integración, aunque finja lo contrario. Me levanto, pago y me voy. Las historias me giran en la cabeza, un comentario que pudo complementar el diálogo se queda en mi propio aire y vuelvo al asfalto caliente de la ciudad. La calle huele a miados y a basura de ese restaurante tan caro y malo dedicado a los visitantes. Otra vez no comprendo nada. Intento reconstruir mi burbuja y seguir recto. La nube de ruido me sigue, es inevitable y lo es aún más no querer responder la preguntas de los otros que están perdidos en una ciudad que conozco cada vez más. En la marcha, me pregunto cuál es la canción del verano. Me perdí hace mucho así que no sé qué se baile en Ibiza o en Cancún. 

Sigo

andando. 

Miro al piso, el cuello lo siento ardiendo. Ardiendo, estoy ardiendo en el verano del incendio. 

Voy a casa, ardiendo…

sintiendo, perdiendo

yendo, sudando, huyendo

en el verano del incendio.

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