La señora de los dulces

Escribo esto no como homenaje –o quién sabe- tal vez sólo para recordar esa época, para darle un lugar a los involucrados y porque, generalmente, no hablo de esto. Hace poco lo supe. Lo supe por un amigo de la infancia; al inicio sólo pude decir “buah, qué mal… te acuerdas cuando…”. Sin embargo, a la distancia y cuando pasa por esas calles es inevitable recordarlo. En resumen, la señora de los dulces (a.k.a gordita de los dulces) murió hace unas semanas.

   Desde que nací he vivido en la misma zona; un lugar al que no le tengo mucho aprecio por la distancia. Pese a no haber nacido ahí, mis padres ya tenían un departamentito sobre la avenida principal. Ahí, en ese lugarcito de dos habitaciones, crecí.

   Mi infancia es confusa, a ratos fea, pero siempre hay una parte de mí fue feliz, pese a todo.

Soy la menor de cuatro hermanos. Cuando ellos comenzaron a hacer sus cosas yo me quedé aún más sola. A mis padres no les gustaba mucho la idea de que saliese a jugar con los vecinos, básicamente porque nunca hemos sido muy afectos a ellos. Sí, saludábamos y a veces mis padres hablaban con alguno. Yo no sé cuándo comencé a salir a jugar. Era la única niña de un grupo de niños, casi todos, de la misma edad. Sí, había otras niñas, puede que más grandes o que no salían a jugar con toda “la pandilla”.

   La calle era cutre, mucho. Y sólo teníamos un terrenito con una resbaladilla oxidada y llena de plantas, tierra y bichos; era una maravilla. Más lejos había columpios, pero en reaidad nunca nos dejaban entrar y teníamos que saltarnos. A veces, hacíamos pasteles de barro, cazábamos insectos, jugábamos atrapadas, encantados y escondidillas. Éramos cerca de unos cinco o seis, y yo como de femenina no tenía nada, iba de shorts y tenis a llenarme de tierra con el resto: Brandon, Brayan, Ricardo y Hugo, principalmente.

   A mí, la verdad, es que Hugo no me caía muy bien porque era muy agresivo, con el resto me divertía, aun cuando Brandon me puso “niña caracol” por ser lenta y gordita. Cada uno iba en primarias distintas y sobre las seis de la tarde alguien iba a gritar a las ventanas de cada uno.Nos poníamos de acuerdo para jugar, algunos con balones, con las tonterías de la escuela o los juegos que inventábamos, como el "niño brócoli", por ejemplo. Sí, era una suerte de pandilla.

   Corríamos tanto que llegaba un momento donde nos daba sed y ganas de comer algo. Procurábamos tener de 2 a 5 pesos apartados para ir por nuestras “lalitas”, que eran unos jugos dulcísimos en bolsa que, en ese tiempo, costaban un peso. Íbamos todos a la tienda y, sin siquiera haber llegado a “la resba”, ya no teníamos jugo. Luego íbamos por dulces. Teníamos que pasar cerca de 5 casas para llegar al único edificio de dos plantas en cuyo primer departamento, color lila, vivía “la gordita de los dulces”. Nunca supimos su nombre, al menos yo no. Pero sí puedo decirles que era muy gordita, a veces caminaba con dificultad y siempre siempre vestía de falda, zapato bajito negro, diadema y playeras holgadas.

   La señal para saber que estaba abierta era la ventana; si ésta estaba ligeramente corrida, significaba que había dulces, de lo contrarío nos íbamos tristes a buscar a la papelería, donde eran más caros. Tocábamos el timbre y, cuando ella o su esposo abrían, lo primero que se escuchaban eran esas campanitas que cuelgan de las puertas y que suenan cuando abren o hace viento. Apenas abrir, ahí estaba, la gran –que no era tan grande, pero a esa edad es la mesa de Excalibur- mesa de dulces en sus cajitas.

   En una canastita estaban los chicharrones, a lado la salsa. En una tablita dulces más grande o largos, pero todos ordenados. La casa desprendía un olor a limpiador de piso (ése de pino) mezclado con dulces y para donde volteases había ranas; ranas chicas, grandes y medianas, paradas, sentadas, en comitiva o solas.

   Siempre miraban la televisión y había una cuerda que no permitía que pasáramos a la casa. Los domingos de fútbol tenía visitas, eran muy ruidosos y menos dejaban concentrarme en mis elecciones de azúcar. Nosotros nos tardamos mucho, porque la variedad era mucha y no sabíamos si queríamos chicharrones, duvalines, paletas o congeladas. A veces – hay que decirlo- “la gordita de los dulces” era muy borde y nos atendía de mala gana. Incluso escribí un cuento en ese época inspirado en ella; una señora que vendía dulces envenenados a los niños de la zona. Y aún con eso me pregunto por qué querían llevarme al psicólogo.

   Una vez, recuerdo, entré a su baño, que estaba muy ordenado y siempre me pregunté si tenía hijos y desde cuándo vendía dulces. Lo confieso sin reparos, desde entonces me hice adicta a los dulces, incluso ya en secundaria tenía que pasar por su casa por mi duvalín o chipileta. ¡Y la de veces que me escapaba de mi casa solamente para ir a comprarle! creo que con ella conocí las golosinas que más amo en la vida y que me llevaron varias veces al dentista y su horrible sillón.

   Cuando terminábamos de decidir íbamos todos a sentarnos a las escaleras del edificio de Hugo a atascarnos de dulces, rara vez compartíamos y también rara vez alguien compraba algo a los demás porque claro, el mantra era “me prestas 50 centavos o un peso”. Comíamos y comíamos para después seguir jugando o meternos a nuestras casas con la boca, la ropa y las manos llenas de todo: lodo, tierra, dulces, raspones. ¡ni hablar de cuando arreglaban la avenida y las piedras estaban ahí, listas para ser escaladas!

    Cada día o cada que salíamos era lo mismo, incluso cuando abrieron más lugares de dulces baratos ése, la casa morada con jardín, era el preferido. No supe en qué momento nos dejamos de juntar todos o cuándo se agregaron más a la pandilla… sí, fuimos creciendo y, a veces, si nos encontrábamos sobre la avenida, íbamos por algo porque para los dulces siempre hay lugar.

   Yo me mudé en mi primer año de preparatoria, cerca de ese departamento donde ahora viven mis sobrinos; del resto no sé, sé de Ricardo, que a veces me lo encuentro y me da gusto verlo, y vernos ya grandes.

   Hace poco Ricardo me contó que “la gordita de los dulces” había fallecido, que lo supo por su madre quien fue al velorio. Me vinieron los recuerdos de todos en las escaleras, comiendo y riéndonos, jugando y siendo niños. “La resba” no es más que un terreno descuidado, sin resbaladilla, los columpios de más lejos están oxidados y ya nadie sale a jugar, tampoco compran dulces, al menos no con ella.

   ¿Cuándo habrá dejado de vender dulces? ¿y las ranas? ¿y su esposo?

   Después de saber la noticia, pasé por ahí y, no sé cómo, pero me vi de niña con mi short de Tigger y playera blanca, regordeta, yendo por mis dulces, tocando, que me abriesen y decidiendo porque ésas eran decisiones importantes.

   Gracias por los dulces, “gordita de los dulces”.