El verano del incendio

No soy de playa y ésta me queda a unas escasas estaciones de metro. Es más, a veces siento que el salitre de su cercanía es lo que ha venido a sustituir mis antiguos días de smog y claxon de ciudad fúrica. Supongo que esa es la penitencia que acompaña mi nacimiento en una gris ciudad. 

Tercer verano. Uno más caliente que el otro. Lo sé porque, además de lo que dicen los telediarios, predigo menos cuántos litros de sudor bajan desde mi frente y mueren cual grito ahogado en el pecho. La sensación de estar pegajosa todo el día será más latente y seguramente menos soportable.

Nos arrinconamos en la sombra para huir del sol después de haber pasado toda la mañana queriendo que éste nos dore la piel para volver a casa con la marca vacacional. Así es vivir en el Mediterráneo. 

Apenas caminar dos calles escucho las diferentes conversaciones con idiomas que, de tantos que son, no puedo distinguir el emisor. Miradas perdidas que buscan el parque o el metro para bajar al centro y mezclarse con otros tantos idiomas que terminaran siendo una nube de ruido; la única que acompañará al sol de verano. 

No he caminado mucho y ya siento la espalda empapada. Mi vestido se ha fusionado con mi piel. Tres veranos y sigo sin acostumbrarme a esa pesadez, no tengo prisa pero tampoco ganas. Y a pesar de todo, camino por las calles de la ciudad. Miro las terrazas rebozando, las tiendas de rebajas con ropa de uniforme, la cerveza calentándose en las mesas y esas tapas más secas que un mal invierno. ¿Cuál es la canción del verano? Me perdí hace mucho el hit del momento así que no sé qué se baila en la playa.

La filas dejan de tener caras, sólo cuerpos que, también, son una masa. Una masa que suda perfumes extraños y risas cruzadas. 

Así es vivir en el Mediterráneo.

Mediterráneo, mediterráneo, mediterráneo… mi palabra favorita hace unos años, la decía tres veces y me calmaba. Su sonido me daba la sensación de tranquilidad, así como el personaje de LeClézio. Pero el Mediterráneo y sus olas tienen muchas caras y te engullen en cualquier estación del año. Luego aparto la vista de la marea y me enfoco en un punto en la pared fea del bar chino donde me metí porque la nostalgia y los turistas blancos, sedientos de chupar el sol o lo que encuentren, siempre cansan. Ahora entiendo todo porque los presentes hablan mi idioma y el otro que también hablo. Entro en el cotilleo de las viejas, los viejos y el olor que desprenden después de su tercer chupito de algún licor que desconozco. 

En realidad pongo atención, me río y finjo que soy parte de esas conversaciones tan divertidas. Cruzo miradas con alguno que ya notó mi integración, aunque finja lo contrario. Me levanto, pago y me voy. Las historias me giran en la cabeza, un comentario que pudo complementar el diálogo se queda en mi propio aire y vuelvo al asfalto caliente de la ciudad. La calle huele a miados y a basura de ese restaurante tan caro y malo dedicado a los visitantes. Otra vez no comprendo nada. Intento reconstruir mi burbuja y seguir recto. La nube de ruido me sigue, es inevitable y lo es aún más no querer responder la preguntas de los otros que están perdidos en una ciudad que conozco cada vez más. En la marcha, me pregunto cuál es la canción del verano. Me perdí hace mucho así que no sé qué se baile en Ibiza o en Cancún. 

Sigo

andando. 

Miro al piso, el cuello lo siento ardiendo. Ardiendo, estoy ardiendo en el verano del incendio. 

Voy a casa, ardiendo…

sintiendo, perdiendo

yendo, sudando, huyendo

en el verano del incendio.

¿Quién es el culpable?

Tres partes de una historia inconclusa. Cada una se ve interrumpida por un agente externo: el miedo, la hora, la angustia. Pero comparten algo, la extra sensación de descubrir algo. A alguien.

Parte I. La fiesta

Una fiesta. De ésas típicas de pueblo; papel picado de colores, comida, sillas, mesas, globos y alguna serpentina que se ha colado en la decoración. Todo en tonos azul. La tambora suena a lo lejos. Es fiesta (aunque a ciencia cierta no sé de qué) y hay que celebrarlo. 

Niños jugando a atraparse, parejas bailando al son que les tocan, las señoras en el chisme porque una vez al año (y de gala) no hace daño. 

Mole. Mole de ese que le echan ajonjolí y pica rico, arroz, tortillas y piquete. Parece que el festejado es un niño, ¿lo conozco?, quizá. Conozco a la que (cosa que confirmaré después) es mi madre: una mujer más o menos delgada con vestido de flores y cabello largo y rizado. Yo me parezco a ella, pero un poco más alta, dicen que salí a los abuelos. 

Mamá trae en brazos al niño. Bailan. La fiesta sigue y, antes de que caiga la noche, decidimos llevar la celebración fuera; como procesión pero sin la solemnidad de ésta. 

Algo en mí avisa que no todo será diversión. Igual es el mole que me cayó mal o la cervecita que (¡ay, mi chingada suerte) me tocó quemada. 

Los vemos venir a lo lejos. Una camioneta. Mi madre se ha recogido el cabello. Ya no carga al niño y, por alguna razón, pasó a mis brazos. Baila detrás de un hombre más gordo. Pero la camioneta se acerca y dos tipos se asoman con pistolas. 

La fiesta se acaba a mitad de los disparos que lanza. No sabemos por quién iban, lo que sí es que el señor gordo cayó al piso muerto. Mi madre se salva.  Instintivamente le cubro los ojos al niño y me lo pego al pecho; pecho del que se me saldrá el corazón en poco. 

La gente se acerca a ayudar. 

-¡Ambulancia! ¡llamen a una pinche ambulancia!, gritan. Las flores del vestido de mi madre se tiñen de rojo. Asombrada, camina hacia tras sin darse cuenta que un carro, cuyo propósito era abrir paso para alzar al ahora difunto, la atropella. 

-¡Aguanta, cabrón, la señora!, dicen. Pero al intentar evitar un golpe mayor, la remata. Ahí confirmo que era mi madre. Corro con el niño. Corro hasta cansarme de cargarlo y para calmarlo. ¿por qué está pasando esto?. Nos alejamos del bullicio y la última imagen que tengo de la fiesta fue el sonido de la tambora apagándose. 

Estamos cansados. Cerramos los ojos. 

Parte II. El escondite. 

No sabemos cómo llegamos a este conjunto de edificios. Me parece que he estado aquí antes. Olemos a sudor y miedo. Subimos al quinto piso, con la seguridad de saber hacia dónde vamos. La fiesta parece lejana, y así es mejor. 

La llave está debajo del tapete. No sé cómo conozco ese escondite, quizá es porque es el típico de las emergencias (en las películas). Abro. No me suena de nada el lugar, pero tengo sed, estoy cansada y el niño parece que entró en un coma de sueño del que prefiero no sacarlo. Busco instintivamente la cama. Miro un estante con libros, parece que hay mascotas pero los dueños no están y se los llevaron con ellos. Entonces mi vista se centra en una foto sobre la mesita.  Algo de parece familiar en esa casa pero no sabes cómo llegaste ahí si jamás habías ido. O eso creía.

La cama aun desprende calor. Parece que no tiene mucho que «ellos» se fueron. Ahí están sus portafolios de clases, los hago a un lado para dejar al niño que ya da señales de movimiento. 

Voy a la cocina. Tomo agua y algo del refri. Me viene a la cabeza esa época donde conocí a uno de los que ahí vive y algo dentro me dice que por fortuna ya no está, sin embargo estoy allanando su casa. Tengo la sensación de que tardarán en llegar, de otro modo no se hubieran llevado a los animales. 

Voy a la habitación con un vaso de agua y comida, por si el niño se despierta. Me acurruco con él y nos perdemos en el sueño. 

Escucho ruidos, ¿habrán llegado?. ¡No, no!, ¿cómo explico que entré?. Falsa alarma, pero la luz se acerca al ámbar. No tardarán en llegar, lo sé porque (otra vez por razones desconocidas) descubro que tengo un celular en el pantalón. Miro las redes sociales para saber si en realidad pasó lo que vimos ayer. Pero mis dedos me llevan a revisar la actividad de los dueños y así sé que volverán pronto.

Pero el cansancio me vuelve a invadir. Y duermo no sin antes asegurarme que el niño está bien. Y lo está. Del cansancio paso a la ansiedad. Tenemos que salir de aquí. Una alarma en mi pecho me dice que están por llegar. Intento dejar todo tal y cómo lo encontré. Despierto al niño, quien a regañadientes abre los ojos. Pongo el agua en una botella y la comida en una servilleta. 

-Apurate, que vienen por nosotros. 

Bajamos al cuarto piso. Olvidé asegurar la puerta. La puerta de un departamento se abre y nos metemos. La casa me parece aún más familiar y con un aire de seguridad que no comprendo. Aparece mi madre, pero no la madre que vi morir, mi madre real. 

Nos lleva a la habitación. Besa al niño y me abraza. Parece que no sabe nada y yo tampoco tengo ganas de contarlo. Es noche y queremos dormir. 

Me hundo en la cama. Ahora sé que estoy en mi cama. El niño juega, pero siento que no lo conozco. Sigo sin saber quién es y por qué quiero protegerlo porque (ahora lo sé) venían por nosotros. Por él. 

A mitad de la noche, un poco más espabilada, miro el teléfono. Otra vez mi dedos me llevan a las redes sociales de los dueños del departamento. Sin embargo no he caído en cuenta que nunca salimos del edificio sino que, mas bien, sólo bajamos un piso y llegamos a casa. 

Veo un tuit que dice: “alguien robó nuestros documentos. Sabemos quién eres”. No le doy la más mínima importancia porque segura estoy que salimos sin nada. Además, aún tengo en la cabeza que nos alejamos mucho de ese edificio. 

Mi madre llama a la puerta. El niño está sentado, realmente él ni se entera. Me pregunta si sé algo de los papeles que LA vecina del quinto piso perdió. Faltan los de ella y su cónyuge. 

-¿Quiénes son los del quinto?

Me dice los nombres y me quedo pasmada. No puede ser que siempre hemos vivido bajo de ellos. Pero parece que mi madre no sabe qué relación tienen conmigo. Y yo tampoco entiendo si de ese pantano me alejé hace tiempo. 

Niego rotundamente y le pido que los corra. En la mesa de a lado de la cama ya hay comida. Sentados en la cama, comemos. Miro tuiter y estoy a punto de poner “¿cómo voy a saber dónde están sus papeles si siquiera sé dónde están los míos?. Además, yo ni había estado aquí”, pero desisto y la ansiedad vuelve. “Tenemos que irnos”, le digo al niño con la mirada. Pero el sueño nos gana y nos rendimos ante él. 

Parte III. Tú sabes quién es el culpable. 

Ya estoy en otro sitio. Estoy en una estación de trenes. Miro a mi lado y ahí está el joven inglés. Sé que no tenemos nada y por tal motivo su frialdad me da igual. Ahora todo son preguntas. No estoy sola, como en las estaciones de trenes que unos vienen y otros van, así la gente. 

Intercambiamos palabras. Hay mucho movimiento, ¿adónde vamos?

Subimos a un tren y nos sentamos en lugares separados. Por alguna razón me siento cansada y me duermo. A ratos despierto y veo como él me mira. Intercambiamos una mirada donde se encierra un “tranquila”, pero ¿tranquila por qué? Quizá porque no sé hacia dónde vamos. 

Me duermo. 

Parece que hemos viajando por horas. Veo un montón de japoneses en el vagón. A juzgar por todo lo que mis ojos entrevén, estamos en Japón. La ciudad es gris, se ven edificios y ya no veo a nadie familiar. Me asusto. Tengo que bajar pero el tren me cierra la puerta en la cara.

“¿Cómo llegué a Japón?”, me pregunto. “¿Y él?”

Tengo miedo. Claramente no hablo japonés y no sé hacía donde voy. Espero a bajar en la próxima estación pero llegar a ésta parece tan lejano. Y una vez más se cierra la puerta. Así que pregunto en inglés para dónde vamos.

-We go to dark Japan… if you don’t want to go, you need to jump. In fact, you should be at old Japan. 

-Old Japan? Dark Japan? Why I’m here? 

-Jump

Y salto. La estación es de metal. Mi estómago comienza a gruñir y descubro que tengo dinero. Voy a la zona de comida y me pido un Frankfurt. Desesperadamente me lo como y, sin querer, ensucio a una chica. Ella no le toma mayor importancia y me sonríe. Comenzamos a hablar como si nos conociéramos de por vida. Para el viento que parece haber fuera nuestros abrigos son suficientes. Ella es muy linda. Tengo sensación de que tiene una sonrisa que podría consolar al mundo entero. Pero ahí viene mi tren de vuelta y me voy sin pedirle contacto. 

Subo y me estoy atenta a bajar. En el camino un muchacho japonés me habla. Es evidente la conexión que hicimos. Siento algo por él, pero al acercase mi estación, me bajo sin pedirle tampoco el contacto. 

He llegado a Old Japan. Ese Japón tiene color sepia y yo ya traigo un vestido y botas. 

Pregunto al oficial quien, amable, me dice todo lo que necesito saber. Y agrega que tengo que llegar a la escuela. 

Camino y observo el viejo Japón. Los libros no me describían así, mucho menos sabía que la geografía nos había ocultado que existía el Japón oscuro. 

Cruzo puente grises. Todo es metal, todo es industrial. Mi pies me llevan a la escuela. Un edificio abandonado y viejo. Entro y también me parece familiar. 

Ahí está el inglés. Me dice que me estaba esperando, pero algo en su cara me dice que las cosas no van bien y no sé por qué. 

En las paredes desgastadas veo una suerte de escrituras. Parece alemán, aunque estemos en Japón no tengo dudas que es alemán. 

El inglés y yo nos sentamos en el piso, entre polvo y mugre. Con la mirada, una vez más, nos decimos que ya estamos juntos. No me alegro tampoco me entristezco, es que no siento nada. Sólo sé que en Japón no estoy sola. 

A lo lejos escucho el sonido de un teléfono y lo sigo. Parece de ésos viejos de disco. Mientras lo busco, en algunas esquinas veo una base de foco, una libreta y, una vez encontrado el teléfono, un foco y una bolsa cuyo contenido no sé. No les doy importancia, total “escuela” es vieja. 

Cuando llego el ring ha terminado y me doy la vuelta para volver a la habitación donde me esperan. 

Apenas unos pasos, vuelve a sonar. Corro y lo alcanzo. 

-¿Hola?

-Y tú ¿quién chingados eres?, una voz de hombre grita del otro lado.

-Soy C.

-¿Y quién putas es C?

-¿Quién eres? Soy la novia de A.

-Ahhh, pero no te hagas pendeja, tú no eres la víctima. Si quieres saber quién los mató te dejamos unas pistas. ¿No te suena la bolsa y las cosas que te dejamos?

-¿Qué cosss…, se corta la llamada.

Entonces vuelvo a ver la bolsa y la abro. Son los adornos de una fiesta: mariposas azules, globos, serpentinas… pero, ¿qué fiesta?

Los llevo y voy recogiendo lo que me han dejado: foco, base, libretas. Todo está conectado con algo que desconozco. 

Ya no está él. Un niño está cara a la pared, ¿quién es el culpable?

Julia

Tenía ganas de escribirte. Nunca lo hice y, como siempre, en un sueño, me recordaste que en algún momento de mi vida estábamos muy unidas.

Me acuerdo perfectamente de ti; tu cabello largo, inteligente (de esas que te decían cálculos matemáticos en un santiamén). Siempre intenté descifrar cómo es que la gente se acercaba a ti y tú ni te enterabas. También era curioso que parecías algo así como exitosa. Y mira que éramos unas niñas y yo ya te veía como estrella de rockanrol o presidenta de la nación.

Si me lo preguntas, claro que llegué a sentir envidia de la naturalidad con la que te fluían las cosas. Éramos diferentes pero, en algún punto nos completamos tanto; así como la sal y ella gua cuando te haces un suero que te regresa la vida. Puede ser que eso nos uniera, que nos devolvíamos la vida o la esperanza o la crudeza de las cosas.

No sé en qué momento me olvidé de ti. Creo que conforme fui creciendo y me di cuenta que no siempre había salidas de emergencia comencé a despedirme sin saber,

Julia, estabas en ese sueño donde querían quitarme las cuerdas vocales pera ponérselas a un ukelele. Ni siquiera vi tu cara, y no la vi porque no me acordaba de ti. Nos conocimos de niñas, pero tú siempre tuviste esos aires de alma vieja que me gustaban.

En el sueño, cuando sabía que ya no había escapatoria, te grite «Julia, ayúdame, no me dejes». Me desperté gritando tu nombre y durante el día no sabía de dónde lo había sacado. No recordaba ninguna Julia en mi agenda mental. No estabas, te había borrado o bloqueado. No sé.

Recuerdo que fue en el camino a algún sitio donde mi memoria se puso en marcha y supe de dónde venías. Cómo nos habíamos conocido y en qué momento me refugié en ti para salvarme.

Pero, Julia, en el sueño no me salvaste. Tampoco me diste los santos óleos, sólo sabía que no sentir tu mano (que era lo único medio visible) era la señal de nuestra separación definitiva.

A veces quisiera reconstruirte en mi mente y escaparme contigo como antes. Tenias la vida perfecta -o eso creía- y sólo me dejaste claro que mi infancia había acabado unas décadas antes.

Cuando tomé consciencia de quién eras una parte de mi vida fue desempolvándose.

En días como hoy te extraño, y extraño la inocencia de nuestros juegos e historias.

Ayer te volví a soñar. Pasaba en el tianguis con mi hermana mayor. Buscábamos una señora a la que le había comprado un leotardo de flores. Era el tianguis de los jueves, ése del viejo departamento donde ya no vivo. Sentía el aroma de la grasa de los puestos, los gritos de los vendedores, los colores de las frutas y verduras combinados con las lomas que las cubren. Entonces buscaba y buscaba con mi hermana a la señora. Había un puesto de películas, de jueguitos, de coco y de tuppers; era como si mi mente estuviera colocando cada puestecillo como lo recordaba en la infancia.

Detrás nuestro venía Miguel y su amigo. Miguel, el que era mi mejor amigo después de terminar la preparatoria. Parecía que no me había visto, iba con su amigo, ése que me presentó en un concierto. Pasaban a lado de mi hermana y yo. Sentía un poco de vergüenza porque iba con tal aspecto que daba pena. Hacía calor, de ése que te seca la boca sin importan cuanta agua tomes.

Fingía no verles pero Miguel se volteaba y me decía: «eres tú, Julia». Sonreía.

Julia, me refugié en ti cuando era niña. Porque Julia, no eres real, al menos no fuera de mi imaginación. Eras la muñeca bailarina que me trajeron un 6 de enero. Julia era (¿o soy?) yo. Mi yo que escapaba de pequeña de la realidad jodida inventándose la fantasía de lo bello. Pero lo bello no me ha llegado, creo. O quizá soy muy ciega y torpe.

Quizá en el fondo quiero escaparme a esa vida que no tengo. Quizá no puedo dejarte ir porque mi niña interior vuelve a tener miedo y necesita pirarse. Julia, no te vayas. Pero vete para que pueda ser yo.

Diario de Viaje. Semana I.

México.

Es curioso cómo de pensar que algo tardará en pasar, pasa. De pronto, ya falta una semana para tomar el avión que te llevará adonde quisiste estar desde hace mucho. Los días parecen eternos. Las dificultades aún mayores, parece que la ciudad – tu ciudad – te está echando, pero también te abraza. Los finales sólo son principios disfrazados de oportunidades, dice una canción. Ahora ves la ciudad con otros ojos. Recorres mil veces el centro en busca de nada y de todo, vas a tu antigua Universidad, a Coyoacán, te sientas en las banquitas donde hace tiempo sólo te ponías a fumar. Entras al mercado a comer, sólo por probar. La iglesia parece tan serena y tantísima gente devota no te molesta tanto.

Ya son los últimos días.

Hasta el camino a casa, aunque asfixiante, tiene algo nuevo. Los vecinos que se cuelan en la fila ya ni te importan, total, si llegas tarde o temprano te van a regañar. Tomas aire. Has comenzado a fumar menos, y ni falta que hace porque sientes, por alguna razón que ya ni quieres acordarte, una tranquilidad y felicidad particular. No es por irte, es por lo que está pasando antes de hacerlo.

Aún no has hecho maletas, ¿cómo podría caber tanto en una maleta de 23 kg?. Repasas los vestidos que quieres llevarte. Tienes claro que discos, libros y cositos no te los llevaras; es mejor que te esperen aunque se llenen de polvo.

El iPod pasa mucho tiempo apagado, quizá es porque quieres llevarte los sonidos de la gran urbe en la mente; ese «mire damita, caballero», «¿Qué le voy a dar, güera?» o ¨pásele, ¿qué le damos?¨. Hasta las mentadas de madre te parecen entrañables.

Parece el fin de una etapa, así se siente en el aire, en la música y en los árboles. Sin embargo, aún no lo sabes a ciencia cierta.

La Ciudad de La Furia te despide, además, con un asalto. Una pistola te apunta. Adiós, teléfono, adiós pinche ciudad.

Cancelas la despedida con tus amigos, ni ganas tienes de salir. Pero verás a los que importan. Los días felices se acabaron y ahora tienes que enfrentarte a las malas cara de tu madre, la incomunicación, el extrañar a alguien y la maleta que no se hace sola. Llamas a tu amiga, quien heroicamente, te pone todo en perspectiva y la maleta, una noche antes, queda lista.

No hubieses abierto con nadie más esa cerveza que te ganaste en tu clase respondiendo significados de frases hechas en el jardín de la escuela de lenguas. Parecía lejano ir al lugar donde se habla ese idioma que te decían -algunos- que ni te servía y que sólo era para «indepen».

La maleta parece reventar y aún falta meter cosas, sigues descartando. Llevas los libros de la tesis, ahora sí la vas a acabar y tendrás el anhelado título, luego irás a por la maestría y escribirás en revistas y publicaciones padres. Lo tienes claro, aunque los bajos ánimos te ganen y veas todo tan lejano y nublado como cuando tienes las lentillas sucias.

Te vas un jueves. Has soñado mucho, quién iba a pensar que esos serían tus últimos sueños porque en el viejo continente poco sabrías de Oniria. Duermes poco y el jueves -el día esperado- te levantas temprano sin esfuerzo alguno.

Pero la suerte -al menos la tuya- es una cabrona y, por supuesto, la Ciudad de La Furia no te va a dejar ir tan fácil.

El tránsito te engulle. Hay gritos en el auto y tú reprimes un ataque de ansiedad como ése que te llevo a esconderte en un baño. Vas a perder el vuelo, vas a perder todo. Las filas de los autos parecen manos que te jalan al inframundo, a la vorágine. Gritos. Tú tiemblas. Ya valió madres, siempre valiendo madres.

Finalmente llegas y te alegra saber que tu amiga está ahí, esperándote. La abrazas y sientes tranquilidad. Es la única que te queda porque hay una mirada que te quema y traspasa la piel. Ya falta poco para dejarlo todo. No estás huyendo, has tomado una decisión y siempre puedes volver.

Quieres un cigarro, pero no hay tiempo. Ni modo, a ver hasta cuándo. Te despides, sabes que los vas a extrañar pero que esperas no verlos en mucho tiempo, aunque eso no lo sabes todavía.

Sigues sin música, ni tiempo tienes para eso. Piensas en el trabajo que te llevas, tienes doce horas para terminar de leer y comenzar a corregir. Doce horas, lo que dura el vuelo.

Subes al avión y suena «No puedo vivir sin ti», de Coque Malla. Es gracioso pero parece un buen augurio, supones. Lo lograste, estás arriba y ya ni te aterra el despegue ni el aterrizaje. Cinturón, asiento, manta… ¡ahí voy!

En algún lugar sobre el océano.

Tu fila de asientos está vacía, pero la compartes con una señora que no quiere estar en la ventana. Se turnan para dormir y estirar los pies. Ves una película, te gusta. Es Townes Van Zand hablando sobre su amistad con otro músico cuyo nombre ahora mismo no recuerdo. Era muy buena, duraba dos horas y media.

El avión está en silencio y, luego de la cena, el sueño se apodera de ti. Terminas la película. No tienes idea de la hora, tampoco de en qué parte del mundo estás. Quieres caminar, estirarte, pedir agua pero el sueño es más fuerte que tú y las ganas de nada.

Sientes que has dormido poco, que el jetlag no te afectaba. Dices que no pasa nada. Desayuno de avión. Ni hambre tienes porque todavía digieres lo anterior. Ahora sí pides agua, café y jugo. Calculas que es hora del coctel medicinal. Lees un poco, ¡por fin acabaste el libro! pero no corrección que, por cierto es para dentro de 7 días y no llevas ni la mitad.

Casi llegas a Madrid. Te preocupa el enlace con el avión, no sabes si vas a perder el vuelo o llegaras a tiempo. Para tu sorpresa llegas una hora antes a la ciudad que muchos te han dicho que es cálida. Tú no la conoces, un día te darás una vuelta.

Corres al sanitario. Te pones las lentillas, te lavas los dientes. Ya estás en la tierra de Cervantes y Góngora, sólo tienes que buscar la puerta para tomar el otro avión. En la pantalla de vuelos, como código binario están todos los vuelos. No encuentras el tuyo, ¡triunfando como siempre!, tardas cerca de 10 minutos en pillarlo y, por fin, ahí está el 073, destino Barcelona. Estás a una hora de volver.

Madrid.

Aun quieres ese cigarro, pero no hay tiempo. Corres a la puerta en ese trenecito que siempre te pareció chistoso y, por fin, llegas. Aún no sale el vuelo. En la revisión te quitan hasta los zapatos, un gran avance, a diferencia de la revisión en México, es que ya no estás al borde de un ataque de ansiedad. Odio las revisiones de los aeropuertos. Tienes que sacar todo, pero no fue tan exagerado como en Londres, donde sí que tuve que sacarme hasta el pantalón porque tenía cositos de metal.

¡Me toco ventanilla! aunque da igual porque llueve y todo está nublado. No habrá fotos ni la vista de la ciudad. Sólo sientes la maniobra del piloto cuando va a llegar. En el vuelo suena una canción de Pedro Guerra e inmediatamente los recuerdos de la niñez vienen a tu mente. El disco de Golosinas pirata del mueble salta a memoria, también los pies del canario y las veces que te lo has perdido en México. Ya lo verás. La ciudad te recibe con música de la que te gusta. Madrid te despidió con Zahara y fue bonito.

Ves entre las nubes Barcelona. Son las 9:00 am, el avión no está tan lleno y sales sin problema y con todos los suéteres encima. Aún tienes frío. Llueve o llovió, según anuncian las gotas de las ventanillas. Por fin sacas el iPod y pones Males Pasajeros, Casa, Resistiré y Rebel Rebel… ¡la aventura nos aguarda!. Hablas en plural porque no sólo eres tú, eres las otras tú que te han protegido y has escondido toda la vida, las machacadas y las grandiosas, también las malditas. a ver cuál gana en esta nueva ciudad.

Barcelona

Mi hermana no llegó por mí. Mi maleta tarda en llegar en la banda eterna. Me dice que habrá un taxi esperándome y tampoco hay tiempo de un cigarro; cigarro que no tengo, por cierto. Iba a pedir pero no lo hice. Hace un frío del carajo, pero soportable,»vamos, en La Ciudad de La Furia hacía más», piensas.

Das al taxista la dirección. Serán unos 20 minutos de camino. Ese tiempo te separa de conocer a tu sobrina y reencontrarte con tu hermana. El taxista no hace plática, no es como en la Ciudad de la Furia, lástima, yo le iba a contar del bebé que lloró toda la mañana o de la azafata que tenía mala cara.

Por fin llego. Frío. Abrazo, beso. La bolita de carne que tengo por sobrina me sonríe. Hola, soy tu tía. No hay elevador y subimos la maleta. Aún no tengo jetlag, que creo que he ido dosificando durante esta semana.

Sigue haciendo frío. No me he puesto mis vestidos ni faldas. He usado pantalón y mallas, ¿quién lo diría? ya fumé, pero poco. Tampoco me apetece mucho. El sábado lloré en un bar cuando un alguien me dijo que ya no me quería. El domingo fui a grabar un video. Desde el lunes no salgo de casa y el frío entra por mis huesos. A veces hay tanta calma que me da ansiedad, pero me gusta. Tampoco es que en la Ciudad de la Furia llevase una vida tan agitada. Quiero mi cobija de tigre para llevarla en la calle, en la casa, en la vida nueva.

Recuerdo algunas calles, tienditas, edificios pero es igual porque siempre me pierdo no importa qué tan bien planeada y recta sea la ciudad, siempre me pierdo.

Extraño el chile. Las salidas con mis amigos y los cafés eternos por ahí. El yoga y la piscina, ¿y si vivir aquí no es tan glamoroso? ¿si nunca hago amigos? ¿si no lo logro? No, todavía no veo a nadie famoso, por si se lo preguntan.

Tengo un libro de mi Patti Smith y, como las viejas mañas todavía no se me quitan, aún volteo con paranoia a todos lados para ver si nadie me sigue. Pero puede ser media noche y no hay nadie por las calles, nadie te sigue, nadie te mira, no hay pistolas. Sólo te sigue el frío y la prisa de llegar a un lugar caliente. Y no, casi no he hablado catalán, pero cuando lo he hecho me han dicho que lo hago súper bien, eso me alegra.

Tengo trabajo. Tengo la tesis y el libro y estoy en pijama. Irá bien, espero. Que gane el puedo la guerra del quiero.

Las batallas en el desierto

Yo crecí en la época donde estaba en boga “robarse a los niños”. Los anuncios de la televisión eran interrumpidos por alertas de búsqueda y fotos de personas que, inconscientemente, esperabas que volvieran a casa. Niños y niñas de mi edad. Era el 95’ o 96’ y comenzaban a enviarme a la tienda, a las tortillas; los robos parecían lejanos, de película, y sin embargo yo temía que me pasara. A mí o a mis amigos de juegos. Salía con miedo, casi corría, miraba a todos lados y a veces esos 5 o 10 minutos de distancia de mi casa a la tienda deseaba que no fuesen 5 o 10 años de ausencia. 

“Quisiera crecer”, me decía. Lo pensaba porque en mi mente de 6 años ser adulto era sinónimo de seguridad. Ni yo ni nadie tendría que vivir con miedo.

Salía a jugar casi todos los días con los niños, de cierto modo todos nos habremos sentido invencibles porque las únicas veces que desaparecíamos era para jugar escondidas y por mucho que tardasen en encontrarte, porque pillaste un lugar buenísimo, llegaban o salías a salvar a tus amigos.

A veces nos metíamos tarde, otras salían a gritarnos o bajan por nosotros de los pelos. Teníamos la certeza que mañana nos veríamos, que saldríamos de la escuela y el juego reiniciaría. 

En esa época, aunque había carteles pegados con gente desaparecida seguía pensando que eso jamás nos podía pasar. Sentía pena por los que no encontraron desde hace años y desarrollé esa paranoia de mirar a todos lados, de correr a casa, de huir. 

Imaginaba que esos recursos que mi cuerpo generó para protegerme no tendría que usarlos. Pero era otra época, tirándole a Las batallas en el desierto. Hacíamos casas y fuertes con los pedazos de asfalto cuando repavimentaban, salíamos por dulces con la gordita que los vendía, nos atrapábamos y nos escondíamos. A los 12 fue mi primer beso, ¿qué iba a saber yo que nuestro pequeño campo de batallas se volvería tierra baldía para todos? ¿Que salir con amigos y de noche era ya ponerte al tú por tú con la muerte?

Por la televisión había más anuncios de desaparecidos. Los espectaculares dejaron de ser de salsas o mayonesas y se convirtieron en fotos de niñas, niños, chicas, chicos, señores y señoras. Me di cuenta que crecer no era mi seguro de vida, mucho menos ser niña, mucho menos mujer, menos estudiante, menos ser mexicana. 

Los medios anunciaban bolsas con restos, asesinatos de mujeres, violaciones, desapariciones forzadas; era tangible que esos diez minutos para muchos se convirtieron en 10 años de no estar, en una vida.

Así que correr para llegar a casa se volvió normal. Mirar a todos lados y guardar las cosas era común. Encomendarte a lo que creyera, el pan nuestro de cada día. Espero que mi familia vea cómo voy vestida, espero los mensajes de mis amigos y amigas cuando estén en casa. Ellos esperan el mío. Espero que las salidas a “jugar” como adulto nos regresen a casa, en la noche o mañana temprano. Espero que mi cara no salga en la televisión o en los periódicos amarillistas de mierda. Espero recibir mensajes de todos, espero que un día prenda la televisión o abra mis redes sociales no volver a ver una mujer, niño, hombre o estudiante muerto o sin llegar a casa. 

Ahora mis castillos ya no están en el asfalto porque ya tienen sangre y llanto de otros, ahora ya ni quiero hacer castillos en mi ciudad. Ahora quiero regresar jugar con los niños y cuidarnos entre todos, que las mañas aprendidas nomás sean recuerdo. Ojalá nuestras batallas sean en el desierto y no entre muertos y miedo. Que nada nos pase, que nadie nos mate.

Love of Lesbian: de 300 a 10 mil raros fuimos al concierto.

Nota al lector: No puedo narrar este concierto sin anteponer mi admiración por la banda española Love of Lesbian. Intentaré ser objetiva, aunque me gane la nostalgia.

Eran las épocas donde el messenger aún existía, donde te pasabas música o vídeos con todo el mundo y conocías cosas porque alguien te dijo, con total convencimiento, “tienes que escuchar esto” o entraste a una página y ¡pum!. Otros, ni más ni menos afortunados, buscaban otra cosa y les salió entre las opciones ese nombre que cargaba con cierto morbo pero que cuando te diste cuenta no era lo que pensabas, eran seis personas que sin saber comenzarían a ser parte de tu banda sonora personal. Así varios conocimos a Love of Lesbian. 

No, no es porno, tampoco son mujeres; era un grupo de chavales que hace 20 años comenzaron la aventura musical entre garajes y bares de poca monta. Sus primeros discos en inglés no llegaban a transmitir el mensaje universal que ellos querían. Entonces pasaron a una de sus lenguas natales, el español y un buen día, con mucha o poca suerte, llegaron a tus audífonos para quedarse. Lo que estos seis no sabían es que en un lugar de México cuyo nombre ya fue cambiado, un grupo de “raros” comenzaría a tararear sus canciones. Pensabas que eras el único que los conocía, así que tus muchos correos y comentarios no iban a lograr a traerlos a tu ciudad. 

Un día, haciendo el vago por internet, encuentras que no sólo tú eres el único raro. Una pequeña comunidad sabe que con maniobras se hacen escapismos, que hay guisantes ignorados, cuestiones de familia pendientes, limusinas, chicas macba y octubres. No estás solo. Allá afuera hay otros tantos que piden lo mismo: que esa banda que nadie conocía venga a tu ciudad, aunque sea sólo una vez. El milagro pasa, otro día sale un cartel ¿cómo? ¿cuándo? La primera vez que ésa, que ya se volvió tu banda favorita, viene. Buscas tus ahorros, le pides a tu madre, vendes cosas, trabajas mucho y vas corriendo a por el boleto que te dará entrada a ver lo que en tu imaginario musical llamarías un milagro. 

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Fue un 14 de marzo del 2013. Semanas antes tu lista de solicitudes se llenaba de gente que ni conocías pero con la que te ibas a ver para no estar solo, pensado muy ilusamente que aquello ni se iba a llenar. Nuevos nombres, nuevas caras, gustos en común. El día del concierto sólo unos cuantos tenían las playeras con el nombre de la banda. Tú no pero tenías claro que querías una. Ibas con tu disco y tu flyer del evento. Ahí comenzó todo, todos los raros fuimos al concierto. Lloraste porque lo creías imposible. Viste a los integrantes y te enamoraste, querías un autógrafo, una foto, que te vieran desde el escenario, estar en las primeras filas. 

Más de 300 personas llenamos ese bar. Compartimos cervezas y canciones mal entonadas a lado de ellos. Comenzaron las primeras amistades, esas que con los años reforzaste u olvidaste. Eran otros tiempos y tener a tu banda favorita era fácil. 544530_547224325299453_2124097185_nYa te habían firmado de todo, buscaste los discos, las playeras y la parte del cuerpo para la firma improvisada. Pensaste que jamás se acordarían de tu cara porque estabas sudado y emocionado. Balbuceabas. Todavía lo haces, por suerte.

De ese marzo ya pasaron 5 años. Love of Lesbian volvió a partir de entonces: festivales, teatros, foros, salas. Estabas en todo. Ya tenías tu playera e ibas muy contento por el metro y cuando te preguntaban el nombre de tu banda favorita te miraban raro. De cierto modo seguías siendo parte de esa pequeña comunidad, los amigos de fila se volvieron amigos de la vida, de ésos con los que no sólo hablas de las canciones sino de tu día, quizá encontraste pareja, quizá ya ni estén juntos y, si tienes suerte, recuerdas las canciones que le cantaste en algún concierto. La maldición del 1999, pero cinco años después ¿hay paz? ¿sigues rompiendo ventanas? 

Como los gremlins, los fans se están multiplicando. Las colas para las firmas y la posibilidad de llegar a primeras filas (tu obsesión) parece difícil pero no imposible porque siempre llegas. Ellos ya te reconocen, quizá hasta se saben tu nombre y notan cambios físicos en ti. No lo creías posible pero esa banda sabe que existes y que los sigues.

Cada visita dejas todo para estar con ellos, ¡total nada más son unos días!. Ahorras, trabajas, vendes más, lo que sea por tener acceso. Y un día ves que ya somos muchos, que cada vez tienes más contactos que les gusta la casi la misma música que a ti y esos días, más allá de asistir a un concierto, se vuelven días de reunión con tus raros. 

Sigues a la banda por todos lados. Si tienes suerte ellos te siguen en sus redes, algún mensaje o like te llega. Sigues sin creerlo, han pasado años y siempre vuelve aquella fiebre de siempre. 

Viajas desde otros estados para escucharlos, para gritar “que sea cierto el jamás” con el corazón en la mano, quieres que toquen tal o cual canción. Están creciendo, mucho, demasiado. 

Entonces pasa… pasan 5 años y un 18 de Octubre es la fecha que más esperas en el año. Esa banda de bar pequeño toca en un lugar gigante, alégrate, de cierto modo también es tu aniversario. La cuenta regresiva empieza desde un mes antes. Te emocionas viendo el DVD que grabaron en España con invitados, esperas a los que te tocan el 18 y haces apuestas. Lo que tengas que gastar, te quejas pero lo haces. Son 20 años, es Love of Lesbian. Notas que tienes más amigos, que estás conociendo a otros y que no podría ser más fantástico. 

Vas a buscarlos al aeropuerto, con la firme esperanza de tomarte una foto con ellos y tener otra vez una firma. Las piernas te tiemblan, incluso sabiendo que ya los viste miles de veces. No importa, piensas que así se siente el amor real y cuando los ves a lo lejos con caras cansadas los abrazas. Entiendes que lo único que quieren es irse a dormir, ¡menudo viaje! Pero ellos te reciben con una sonrisa. Piden un cigarro, aire y también un bolígrafo para darte la firma que tanto esperas. Ponen su mejor sonrisa y te dicen “hola, ¿qué tal?”. Sabes que ya te conocen y aún sopesas la posibilidad de una orden de restricción porque siempre estás tras de ellos. Puede que fuera del escenario hables de otras cosas pero cuando te toca ser fan, eres fan. 

Pasó el primer encuentro. Sabes que están en México por enésima vez y los días se hacen menos para ese reencuentro en noche azul. Los catalanes están a tope de trabajo, filas y filas de fans. Adiós esa época de foto personalizada y plática simplona. Sientes que estás frente a unos súper rockstars pero en fondo sabes que son los mismos chavales que viste en marzo y que te abrazaron. Tú lo sabes, otros no. 

Llega el día. Buscas tus playeras, las pilas extras, memoria en el teléfono, tu boleto que cuidaste celosamente desde principio de año cuando casi te arrancas la cabeza por no tener el asiento esperado. Ahora ya no importa, vas a verlos. Los raros invaden el metro, el metrobús, los bares cercanos para llegar medio “entonados”. Cantas en la vía pública ante la mirada de otros que no saben lo que está pasando y que sólo quieren llegar a casa. ¡Ya cállense, viejos lesbianos! Es la frase que más te da risa aunque desconozcas el origen. 

Ves los puestos de playeras. Ves las escaleras repletas de leyendas como “Jonh Boy”, “1999” “yo mataré monstruos por ti”, “El poeta Halley”. Está pasando. A las 8:00 saldrá Alex Ferreira, cantante dominicano y elegido como telonero e invitado de la banda, a tocar 5 canciones. Afuera hay reencuentros, algunos ven caras por primera vez porque sólo han hablado por redes sociales. Hay abrazos y euforia ¿con cuál van a empezar? 

A la banda le avisan que es SOLD OUT, supongo que ellos como nosotros no lo pueden creer. El sueño se está cumpliendo. Intentas imaginar lo que estarán pensando en camerinos, seguro son una manojo de nervios. Ahora confirmas que hubo tequila, otros además del que se echaron sobre el escenario, y un abrazo fraternal antes de salir, son rituales que no pueden pasar por alto. Todos tenemos los propios.

Sólo quieres llegar a tu asiento, ver a tus amigos, dejarte la voz por más de dos horas. Es el día y ahora sólo cuentas los minutos. Aplaudes a Alex y aunque te gusta quieres que salgan esos seis que se colaron en tus audífonos un día cualquiera. Hay una pantalla que dice 20 años. Sientes que la piel se te eriza porque en cualquier momento eso se va a prender y las luces se desmayaran y ¡pum! … Que empiece el viaje ya.

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Daniel Calderón

Preparas la cámara. Los de prensa, que algunos son fans, están listos. Tus amigos están listos. Quieres conservar cada momento. Tú sigues sin creerlo, miras al rededor boquiabierto. Entonces ahí están, el público explota de emoción. Algunos ya se nos salieron las lágrimas y no puedes creerlo. En ese lugar están 10 mil personas, y entre esas miles están los primeros raros. A veces entra la nostalgia de la alineación original, pero entiendes que los caminos se bifurcan y que la nueva también es grandiosa. 

¿Cuántos obligados? ¿cuántos en éxtasis? ¿cuántas nuevas historias de amor y desamor se quedarán en las butacas? No sabes si 20 años se pueden resumir en 2 horas y media, pero después del segundo encore ya qué importa cuáles tocaron o no. Santi, Julian, Ricky, Jordi, Uri y Dani están frente a ti, no puedes hacer otra cosa más que gritar y escuchar cómo abren con “Nadie por las calles”. La emoción hace que dejes de pensar en tus piernas como tales porque a partir de entonces se volverán resortes a los que no piensas darles tregua hasta que salgas de ahí afónico. 

Conoces las canciones porque todas tienen una frase que conecta con tu historia, que empezaron a crearse en algún estudio o sofá y terminaron viajando por el mundo hasta llegar a ti. Las primeras palabras de Santi: un “Gracias México”, nos envuelven más gritos y es como si hablara un profeta. Parecen inalcanzables y desde tu asiento quieres tener un brazo enorme para tocarlos. La emoción les traspasa la ropa y comienza “Cartas a todas tus catástrofes”, más gritos y también te la sabes. La suma de las partes sólo da como resultado perfección. Estás en un Auditorio Nacional lleno, si desde tu lugar se ve impresionante ¿cómo lo verán ellos? ¡será un éxito absoluto! 

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Daniel Calderón

Sigues temblando como un flan y comienza la tercera canción, “Maniobras de escapismo”. Los acordes juguetones te hacen bailar, prometimos iniciar con ellos el viaje que traerá a la “Niña imantada”, las parejas se miran. Sientes un poco de envidia pero seguro tienes recuerdos con esa canción pero estás cayendo sin querer en la gravedad, ésa que ni sospechaste que empezaría hace 5 años con su música en espiral y el grito te lleva “Allí donde solíamos gritar”. Sientes que te vas a romper como ventana pero “las malas lenguas” quieren que nos quedemos hasta el fin, son 20 años de tu banda favorita, ésa que te rescató del hoyo, que te sacó lágrimas y risas y una que otra fantasía. No hay tiempo para sentarse, ni falta te hace pues estás tan lleno de adrenalina que ni te preocupa, mañana ya dolerá hoy no. Hoy es día de fiesta. 

Es jueves pero te adelantas al “Domingo Astromántico” y sabes que aunque viajes en taxi, en planeador o huyas antes de las 10, la magia sigue haciendo efecto ¿cómo no vas a continuar?. Un reloj aparece en la pantalla, la cuenta regresiva para “Wio, antenas y pijamas” está en marcha, gritas te amo desde el balcón, luneta o las primeras filas, ahora eso no importa es “La noche es eterna”. Estás en el lugar correcto, con la gente correcta y sino hubieses asistido pese a la semana fatal que tuviste Santi te diría que menudo concierto el que te perdiste. 

El corazón está a punto de explotar. Se hace más grande y la felicidad es tanta que sólo atinas a llorar y a secundar al vocalista cuando canta “Cuando no me ves”, seguir los acordes de piano , bajo, batería y guitarra. img_0337Sabes que en algún punto saldrá la sección de viento que los lesbianos tuvieron a bien a escoger para esa noche. Desde ese 2013 el lazo entre el público mexicano y Love of Lesbian ha sido inquebrantable, ni esconderlo “Bajo el Volcán” es posible. En las pantallas grandes o de cerca logras ver las caras de los seis, que tocan con el gesto incrédulo de lo que está pasando, imaginas que siguen sin irse los nervios pero es más el deseo que salta muros al revés. Santi no trae el sombrero para ir “En Busca del Mago”, pero la pantalla te lleva al safari en el parque: ojos, ondas y los rituales de los magos invaden el Coloso de Reforma. 

La agrupación comparte palabras con el público. Te ríes, te emocionas, entiendes los chistes porque alguna vez tú los hiciste; entonces anuncian al primer invitado, Alex Ferreira y “Los males pasajeros”. Las piernas te tiemblan y los ojos siguen con lágrimas, quizá esa canción te levantó en un momento y Ferreira la hace suya. Te emociona cómo la música puede pasar cual herencia a otro. 

Podemos degustar en un abrir y cerrar de ojos cómo los catalanes están conmovidos al punto de acompañarnos en las lágrimas. La piel se eriza, sacas tu teléfono o alzas la mano, quieres grabar pero la mano te tiembla. Las fotos ya salieron fatales y en realidad no importa. Están creciendo mucho y demasiado, lo sabes y lo saben. Sientes un orgullo indescriptible en el pecho, como cuando las madres ven a sus niños haciendo monerías. Te sientes parte de ello. 

Despides a Alex, ¿te quedó un buen sabor de boca? Eso depende de cada gusto. Pero los males no siempre pasan tan rápido, a veces tienes que viajar al pasado, subirte a un taxi y llegar a “1999”. Los gritos envasados de los fans revientan al fin, y te acuerdas de alguien, te acuerdas que ese disco te salvo, que ese disco cuenta tu historia. Ves a Marina y a Carlos en la pantalla, entiendes todo porque has tenido un 1999 y tienes que avanzar a “2004”, ya rompiste muchas ventanas, te toca entrar como el aire. Relájate, ellos lo llevan bien, elevas las manos y exorcizas por enésima vez, te mereces un premio por entender que el jamás sí fue cierto. Cuando crees que has escuchado las versiones más perfectas de 1999, a mitad del grito Santi canta “La llorona” y te rompes o terminas de hacerlo. Esa canción tan mítica mexicana está siendo cantada por tu banda favorita, conoces el coro y las promesas de amor se van o se reafirman. 10 mil voces cantando y llorando. Luces por todos lados, ves a tus ídolos con lágrimas, conmovidos de los pies a la cabeza, intercambiando miradas de complicidad que sólo dicen lo estamos haciendo. Necesitas que alguien te abrace o te sostenga, aún queda concierto y comienza el “Segundo Asalto”, en el escenario sólo queda Santi y su mano derecha Julián, voz y guitarra.

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Daniel Calderón

Y así el Auditorio Nacional se llena de luces. No hay caras, no hay nombres, sólo luces que inundan todo. Más lágrimas y ese par no puede creerlo, se ve en sus caras y lloran juntos. Ese momento se quedará en nuestra memoria, lo sabemos, supera eso no serás capaz, ¿lo están leyendo bien? ¿lo entendimos bien?. Lo que sientes en ese momento derrite todo, te parte en dos y te repites que en verdad está pasando porque tu voz ya se está cortando.

Otra vez necesitas sostén, así como Santi y Julián lo hacen en ese abrazo que sólo significa orgullo total. Así que Balmes dice algo que nos conecta a todos de igual manera: “Los problemas que hay allí afuera, todos los tenemos, está clarísimo, pero cuando creas una burbuja de estas características, donde estás exorcizando, estás sacando todo lo que llevas a un concierto, tanto las alegrías como las tristezas, y ves que hay tantos raros como tú que van a un concierto. Esto sin duda es mágico, pero que un público sea capaz de emocionar a una banda, eso no acostumbra suceder” Acaba el gran impacto, hemos golpeado bien así que tomamos el avión a “Belice”, canción himno para aquellos que sólo queremos huir. Coe, de Camilo Séptimo acompaña a la banda pero, hay que decirlo, la canción le quedó grande. Cantamos pero creo que estamos decepcionados. No hay más qué decir mejor escapar es con mente. 

Luego ese episodio “I.M.T” te pone eufórico. Sabes que Balmes se quitará la camisa y te vas a derretir en tu lugar, es lo normal porque esa canción, como otras, conecta con esa parte sexual y sensual… tú subes el nivel. En la pantalla aparecen ondas que recuerdan a Unknown Pleasures de Joy Division. Las piernas quieren flaquear pero no lo vas a permitir porque al menos quedan unas  seis canciones más que vas a cantar a tope. Comenzará la parte carnavalesca de la noche, “Manifiesto Delirista”, “Club de Fans de Jonh Boy” y “Toros en la Wii” estrechan los lazos entre los raros y la banda. Luces, papelitos y una suerte de pirotecnia llena el recinto, ¡es fantástico que haya gente que lo hace fácil!

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Daniel Calderón

 

Sientes el final, pero te rehusas porque has venido a ver al gran telepata de Barcelona y los “Incendios de Nieve” te aterrizan sólo un poco. Aquí entra la tercera  invitada, la veracruzana Silvana Estrada. Los seis la miran de un modo peculiar, con una admiración a tal punto que Santiago se hinca ante su voz. Puede que no te haya gustado pero su voz, concluyes, es muy buena y por algo la escogieron. No seremos capaces de odiarlos, son cantantes de peso y el cúmulo de cosas que tienes en el cuerpo no te permite otro sentimiento más allá que el de la felicidad, ¡temblaba el Auditorio! 

Desde que saliste de casa supiste que era una noche de encuentros, como cuando “Oniria e Insomnia” se reencuentran en noche azul. Estamos muy conectados, se siente en el ambiente, los miles se hicieron uno con las canciones y en definitiva no puedes ser más feliz ni estar más emocionado porque hace tiempo ignoraste a los advenedizos que ni se pararon de sus lugares. Estás ahí, esa noche es una que vas a recordar como los mejores conciertos de tu vida. Entiendes que las noches azules tienen un final y el “Poeta Halley” está por aterrizar, la banda se mira ¡casi acaba, lo logramos! Y tú, fan del 2013 te alegras y te enojas contigo mismo como todo lo que amamos con cierto egoísmo pero el pecho se infla de orgullo, es que no hay otra palabra para lo que sientes al verlos ahí arriba. Joan Manuel Serrat, esa leyenda catalana que canta al Mediterráneo, aparece en pantalla recitando “Palabrera”.IMG_0615

Sigues llorando, que alguien te atrape al vuelo porque esa canción fue la que te mostró el camino en tu bache creativo, tienes cosas que acabar y las palabras justas llegarán. Subes al “Planeador”, este viaje se acaba y tu poca voz sólo te da para unos gritos más, ya nos contaron la leyenda del aire, la de las niñas imantadas, las de japos muy caros, la de taxi, las de tinta y papel. No entiendes a bien qué acabas de ver, tardarás en salir de ésta, ¡qué alguien te salve o te regrese al jueves! 

Sales limpiándote el llanto que se te quedó atorado, después de verlos despedirse y con la misma cara que tú porque sabes que también para ellos fue una noche inolvidable. Encuentras a tus amigos en medio del frío, no tienes palabras y lo único que atinas a hacer una vez que estás con ellos es abrazarlos muy fuerte, tan fuerte como cantaste hace un momento junto a Love of Lesbian. Es la gran reunión de los raros. Te sientes parte de ese triunfo en el Auditorio, qué importaba cuán cerca o lejos estuviste, estabas y eso valió más que los corajes de la semana, del frío y los pesos contados para volver a casa. Fuiste al festival donde se presentarán porque nunca es suficiente y todo parece indicar que nos queda Love of Lesbian para rato, al menos este mes. Ya te viste en los vídeos que grabó Uri, ves los recuerdos de esa semana y quieres volver. Los problemas quedaron lejos, la dialéctica y la magia se hizo: sólo los que ahí estuvimos sonreirán. 

¡Felices 20, Love of Lesbian. Fue hermoso!

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El nacimiento o el renacimiento de un Pigmalión

¿Alguna vez has escuchado el término Pigmalión? Pues éste nace a partir del mito del poeta romano Ovidio, dentro de su libro Las Metamorfosis.

El mito, a grandes rasgos, cuenta cómo un escultor se enamora de su obra. Una escultura de mujer cuya elaboración era tan perfecta y bella que el creador llegó a tratarla como un ser humano. Al ver esto la diosa Afrodita interviene para hacer que la obra cobrase vida. En la realidad, el concepto de Pigmalión se utiliza para denominar a una persona que desde el punto de vista cultural o social da los conocimientos y herramientas necesarios a alguien más, haciéndolo así una suerte de discípulo y modelando, de cierto modo, su comportamiento y vida, para bien o para mal. 

Pigmalión es utilizado como alegoría y punto de partida para inspirar desde teatro hasta cine. Nace una estrella, debut como director del actor Bradley Cooper, es el tercer remake de esta historia, y antes que esta iteración vimos la de 1954, dirigida por George Cukor y protagonizada por Judy Garland; y la del 1976, de Frank Pierson con Barbra Streisand. De ésta última es de donde Cooper toma inspiración para esta nueva versión que protagoniza la cantante Lady Gaga. 

La carrera del consagrado cantante de country está en declive, su audición disminuye y su alcoholismo se eleva. Después de un concierto, Jackson va de copas a un bar gay. Ahí, por recomendación de un cliente, se queda a ver la actuación de Ally, una mesera que algún día quisiera ser cantante. Ally sorprende a todos con su versión cabaret de «La vie en rose» (Edith Piaf), desde entonces ambos comienzan a salir y, como el mito de Ovidio, el creador se enamora de su obra pues el famoso músico ayuda a la entonces mesera a sobresalir en el difícil mundo de la música donde actualmente poco se valora el contenido y otro menos la presencia femenina.

La mancuerna Copper-Gaga logra, cada quien por su parte, salir de su zona de confort y paralelamente combinar las áreas donde los conocemos normalmente. Gaga siempre ha dicho que quería ser actriz y sus apariciones en pantalla han sido pocas y en algunos casos pequeñas. También vemos una Gaga más natural, sin tanta producción y, paradójicamente, sin interpretar un papel que no sea el de la chica que quiere cantar y que tiene talento para hacerlo; del lado de Copper su faceta musical, como compositor y cantante. Ambos componen la banda sonora completamente original, cuyas canciones canciones fueron en su mayoría interpretadas en directo para añadirle intensión. Asimismo, Lukas Nelson And The Promise Of The Real, banda que colabora con Neil Young, es parte de las escenas donde Jackson y Ally están sobre un escenario lleno de gente que alaba su trabajo y que repudia el fracaso. 

De cierto modo, la película El artista (Michel Hazanavicius, 2011) también retrata la caída de lo clásico o viejo pero enfocando en el cine. Nace una estrella lo hace con la música, el inminente fracaso de un músico que llena estadios ante la -sí maravillosa voz- novedad y la plasticidad de la música nueva; una música con más luces y coreografía que contenido. El largometraje, además de hacer referencia a otras producciones donde ser el Pigmalión de otro es la base también tiene un punto donde recuerda a la película autobiográfica de la cantante francesa Edith Piaf, La vie en rose (Olivier Dahan, 2007). Lo anterior no sólo lo digo por la canción sino por el modo en que Gaga se apropia del escenario en ocasiones, incluso en la disputa entre dejar su esencia como cantautora y volverse una más del montón, ¿habrá también en esta película un punto autobiográfico con el sello Copper?

El reparto, además de Copper y Gaga, está conformado por Sam Elliot, icono del cine western, quien tiene que salvar el pellejo de Jackson cada que éste se sale de control. Hay que decirlo, a veces las cerca de dos horas de duración, tienden a ser predecibles y dramáticas pero la música y las actuaciones hacen que estos pequeños detalles pasen, de alguna manera, desapercibidos. Nos centramos en el amor entre el creador y su obra, uno siempre incondicional y honesto. Con ello, el resultado de la opera primera de Bradley Cooper y el debut cinematográfico de Lady Gaga en el cine plantea dos cosas: ¿qué tanto estás dispuesto a perder de ti mismo en pos de un fin? y ¿de verdad la novedad está aniquilando a los clásicos?

Furia Paranoica

A veces y sólo a veces me siento más ligera. Como si mi complejo de «Pipila emocional» se fuera disipando poco a poco. Toda la vida he cargado pesos, físicos y psicológicos. Muchos siguen sin competerme, otros están y duelen.

Hay días en los que me miro al espejo (ejercicio que me mandaron mis terapeutas) e intento verme más allá de ponerme el pinta labios o quitarme las lagañas. Me veo con mis vestidos, los nuevos y los viejos; me da pánico y emoción ponerme un vestido rojo intenso o rosa.

Sólo a veces me siento ligera, quitando pesos de familia, amigos, parejas. Peleo contra mi «necesidad» de sentirme mal por no ser o tener esto o aquello. Por no ser suficiente, para mí ni para nadie. Otros días me siento más yo, incluso sin saber qué es lo que eso significa con exactitud. Sí, hay otras veces en las que me veo al espejo y me odio profundamente, hasta el punto del asco absoluto y en la noche, luego de dejarme la huella digital en el móvil, me voy a mi ciudad interna y me reclamo. Lloro, porque la gente llora, por todo y por nada.

Así que poco a poco me abrazo a los días donde la furia me lleva a las ciudades invisibles, a los infiernos y paraísos propios de nuestro ser. Esos que no logras descifrar y amas y odias; en los que la vida de guiña el ojo o donde te da una patada en el culo. ¿Que si me siento sola? pues, sí a veces, muchas. Pero otras tantas veo los mensajes, las manos y brazos que me reciben sin saber si quiera mi nombre real. Es entonces que las lágrimas cambian un poco de tristeza a alegría o simplemente se van. La ansiedad intenta amainar. Es también cuando me agarro fuerte y pruebo a tender mi mano en la medida que me sea posible. ¿Que si hay días malos? ¡claro! horribles, esos donde no te encuentras, donde necesitas que el otro te diga que eres buena, que vales para algo. Pero intento callar las voces que me machacan, los fantasmas y los miedos; intento aventarme y transformar esa furia paranoica en una encaminada a un fin. ¿Que si lo logro? pues a ciencia cierta no sé. Hay trabajo por delante pero, como dice cierto gallego «todos los principios son finales disfrazados de oportunidades».

La Ciudad de la Furia

Vivo en la Ciudad de la Furia. Una ciudad muy similar a la que cantaba Cerati en el 89’; una donde formas parte de todo o de nada. Por donde camines apesta a orines e inseguridad.

    Sales de casa con las lagañas todavía pegadas en los lagrimales. El baño no fue suficiente y mucho menos te despertó. Vives lejos, mucho. Las rentas están recaras en la Ciudad de la Furia y, como muchos de tus pares, ganas lo mínimo para vivir, incluso vives aún con tus padres a la edad donde en teoría ya no deberías. Pero todo es caro y lo barato -como dice el dicho- sale caro. Vas a tomar el camión que más que eso parece transporte para ganado, de esos que van para el rastro. A veces así se siente ir al trabajo, como ir al rastro a matarte más de ocho horas. A veces, si tienes suerte, entras tarde y tu trabajo no es (tan) malo.

    Caminas por la banqueta donde hay luz, no vaya ser la de malas. Ves a los primeros desertores de la cama; aquellos que van a pasear al perrito temprano, los que corren pero no para el trabajo, los niñitos que van a la escuela porque les cierran las puertas y luego la mamá aplica el “si te estoy diciendo que te levantes temprano es por algo…”. El árbol de la entrada recibe los primeros rayos y se menea con el airecito matutino, ése que poco a poco te despierta. El portero ni se digna a verte, seguramente está más jodido de cansancio que tú.

    Y cuando finalmente llegas a la parada, ves a otros treinta esperando el mismo autobús. Eran cinco pero, como tardó, se fueron acumulando y están igual o peor que tú. Todos tienen sus pesos cargando en la espalda, no te creas demasiado. ¡Ahí viene! Ahí viene el “guajolotero” que te llevará a trompicones hasta el metro donde los treinta con los que apenas si lograste entrar se convertirán en miles; una cosa muy similar a los gremlins cuando tocan el agua y se multiplican. El transporte huele a los últimos sudores ajenos de la noche anterior; huele a sueño, cansancio y rutina semanal. Arañas el viernes para irte a la cama a pierna tendida o echarte las chelas con tus compañeros y amigos. Es lunes y re-inicias, cual maquinita. Si ya te tocó parado, ya te chingaste. El camino es largo y, peor tantito, para la hora hay un chingo de tránsito. Algún advenedizo del volante ya la regó y, pese a tus pronósticos, vas a llegar ooootra vez tarde al trabajo.

    El movimiento del camión te mece. Pero no te mece en los brazos de Morfeo, te mece en los brazos de los que están a tu lado que te ven feo por tocarlos, ¡han de ser de cristal!

   Después de dos horas de claxonazos y mentadas de madre, llegas. Aire ¿puro?, no. Una mezcla de orines, grasa de comida, humo de escape chingado, y sueño acaricia tus sentidos. ¡Qué mar y rosas ni que la chingada, orines y diez tacos x veinte pesos!

   ¿Traigo boleto? ¿la tarjeta?, piensas. Si se te olvidó ya te chingaste porque si ya vas tarde, los otros cincuenta delante de ti también van y, en efecto, tampoco traen boleto. Al que madruga dios no existe.

   Compras tu pase al sauna más grande la Ciudad de la Furia. Dentro encuentras caras menos amables que las del camión, ¡de tripas de corazón!… ¿tripas? Ándale unos tacos estarían chicles, pero no de tripas, porque luego las andas sacando porque ya te dio diarrea. Ni modo, luego encontrarás un espacio para tu café y tu pancito. Mares de gente, parece peregrinación. ¡Madres, ya es bien tarde! El metro parado. Las damitas preparan los codos, a los niños de cinco años y las uñas para agarrar asiento. Cuando por fin logren entran aquello será más parecido a un documental de National Geographic que a un anden de metro. No se te olvide que también puede ser el salón de belleza más grande de todos, lleno de mujeres haciendo caras chistosas,  transformando sus pestañas en patitas de araña, apareciendo mágicamente la ceja que se les quedó en la almohada o echándose más brillo labial que mueble rústico.

   Te da risa, risa por no chillar porque ya te van a descontar, ¡vale madre! ¿quién chingados huele a garnacha con salisita de la que pica? ¡Tengo hambre!, grita tu panza que hace dueto con la señora que se subió a vender “cosas para el arreglo personal” o la señora que grita porque ya la tocaron por error y… ¡verga, sestánpeliando!. Bájenlas, nos están atrasando.

   Atraviesas la ciudad. Lejos quedó la baba de la almohada que para esas horas ya se secó, lejos quedó el agua que era para el café y ni te enteraste cuántos muertos hubo antes de que tú siquiera quisieras darle fin a ese sueño donde hacías el trabajo que querías.

   Llegas, tarde, por supuesto. Ni pedo. Mañana te levantas más temprano, incluso barajas posibilidad de dormirte bajo un puente o parque para llegar a tiempo. Te ríes. Eres simpática y, bendito dios, tu ceja no es “quitapon”. ¡Tu panza ya es Chewbacca!, chingón porque te gusta Star Wars.

   Pasan tantas cosas. Ya te vieron feo, quieres un café, la gente no se calla, ya explicaste mil veces algo. El reloj parece estar en tu contra. Te inventas una historia alterna, como las que inventas en tus cuentitos que nadie lee o a la gente que encuentras en la calle. Ya dio la hora de la comida o de la salida. Salen tantos a la par que ya ni hambre tienes. Caminas y caminas, quieres irte bien pinche lejos y dejar de oler a sudores ajenos, dejar de tener miedo de volver a casa tarde, de cuidar el teléfono que te costó comprarte. ¿Esto quiero de mi vida? A veces lloras poquito en el baño del trabajo. Caminas, escuchas música, te sientes feliz y te aferras al aislamiento que te dan los audífonos. Tus canciones cursis y tristes desfilan por tus oídos que ni te limpiaste por salir a prisa.

   Te da en la madre no estar haciendo lo que quieres, pero te da más en la madre ver a niños y viejos pidiendo dinero. Pinche Ciudad de la Furia, no me siento tu hija, ni tu amiga. Eso sí, una parte de ti no quiere irse de ella. Quiere que las cosas cambien y que deje de apestar a malos gobiernos y gente culera que te ve feo.

   Un día, un día… la Ciudad de la Furia tiene colores, está viva y por eso huele. Un día escaparás, un día.

No sé, miedo.

Hace unos meses que no me paro por aquí. A veces entro a mirar las entradas de alguna persona, a veces por ocio y otras con toda la intensión de eliminar el blog de la faz de la web. No pasa nada. Abro y cierro, como en eterno bucle.

Tengo la sensación de haber descubierto qué es lo que quiero hacer toda la vida: escribir. Aunque mi incapacidad para hacerlo se hace cada vez más latente. Últimamente escribo para sitio de música; eso si me dan ganas. Ya no escribo para mí o academicamente, entiéndase como «tesis» esto último.

Tengo textos completos en mi cabeza. Todos sin ser plasmados en papel u hoja de procesador de textos. Hace cerca de un mes estuve entre los ganadores de un concurso literario. El borrador del texto ganador fue, por primera vez, publicado en este sitio. Cuando supe la noticia ni siquiera me alegré, reacción muy contraria a lo que se creería. Incluso hoy sigo sin hacerlo. ¿Y si mi incapacidad de escribir se ha extendido a mi capacidad de sorpresa o alegría? no sé, tal vez sólo exagero. Mi terapeuta me mira y dice que ella me ve como una escritora famosa. Me da risa y finjo creer que pasara. Quizá nunca pase nada de lo que quiero. No sé.

«No sé» se ha vuelto una muletilla en mi discurso diario. «No sé» dicho con palabras, «no sé» dicho con ademanes o miradas. No sé, no sé. Dice mi mejor amigo que «no saber» es la condición humana, pero yo que de «humana» siento que tengo poco, pues no sé cuál sea mi condición.

Hace unas noches estructuré un texto en mi cabeza. Me dolía la espalda y no dormí nada; por el dolor y por las oraciones que invadían mi cerebro, agregando el dolor de cabeza a mis achaques de edad. Ya no recuerdo mucho de qué iba. Pero sí recuerdo que, días antes de esa estructura nonata, se gestó otra más sobre los lastres emocionales que todos cargamos como cargamos con la billetera o el móvil.

Sin embargo, dada mi incapacidad de escribir y de terminar de gestar una idea personal o académica, me decidí por no escribir ni una ni otra. Puede ser que aquella esterilidad creativa sea mi lastre emocional y mi condición humana. Sé que todos tenemos la capacidad de aprender y reinventarnos. De saber. Segura estoy que a muchos nos pasa sentirnos estériles en nuestro propia piel, así que especial no me siento pero ni tantito.

Soy bastante negativa. Eso sí que lo sé. También insegura, como muchos, como todos. Me quedo sentada en la cama, en el transporte, en algún café; en un universo paralelo estoy haciendo cosas que me gustan. En uno paralelo, no en éste. En mi cabeza hablan mis otras yo: la que me dice que me tire a la cama, la que me da ánimos y que no tema, la que machaca por todo y por nada (ésa es la más ruidosa), la que está triste, la que con amor y ternura al otro, la emprendedora, la enojada, la frustrada, la que prefiere haberse muerto. No escucho a nadie, hay mucho ruido. Demasiado ruido. No escucho a la mesera, a mi madre, el teléfono, la alarma, a la gente. Sólo voces enredadas, el no puedo que se pelea con el sí puedo. Y lloro. Hoy lloré mucho y me hice bolita en mi cama y quise que todo se queda en silencio para saber, para escuchar las respuestas que siempre busco. Ignorar todo.

También pensé en la posibilidad de quemar todo, literal y metafóricamente. Quemar las naves y huir. Eliminar todo rastro de escritura o lectura, existencia o movimiento. Empezar de cero. Olvidar que un día, a los 8 años, leí a Chumacero o que a los 4 años tomé pulque porque mi abuelo me engañó, o que a los 7 mi canción favorita se volvió una del Dúo Dinámico. Quemar el carnet del psiquiátrico, que algún día tomé antidepresivos o que otro día lloré de risa y felicidad. Quemar las naves, las mías.

Tomé mi pluma, ésa que pinta bonito y mi diario. No pude escribir nada. «Todo lo que dices es una mierda», escuché en mi cabeza. Afirmé cerrando el cuaderno. No sé nada. Sé que tengo miedo, que tiemblo y que tampoco puedo decirle a nadie porque escucharé lo mismo. No temas, tú puedes. Si tuviese una pizca de valor, lo haría, pero no. Estoy jodida.

Es una batalla uno a uno, en un ring cutre y lúgubre. Miedo, ese motor de cuerpo y mi mente. Miedo, amigo cercano de la rabia y la frustración. Nada, que estoy en el hoyo. Que no puedo escribir nada decente, ni esto, ¿cómo pretendo hacer una tesis? ¿un artículo? ¿un cuento? es miedo pero también invalidez mental.